Pasaron un par de horas en la cafetería, charlando, sin darse cuenta de que el café se les enfriaba y la luz del sol se les escurría calles abajo. Aunque, bien pensado, podrían haber calentado el café con las miradas que se dedicaban, alternativamente, cuando uno u otro se distraía.
Claro que él parecía no darse cuenta de la tensión que había entre ellos, del ambiente que les envolvía. Sus miedos seguían sujetándolo. En algún lugar aún estaba el adolescente que fue no hace tanto, agazapado. Andrea, que tenía más claras las cosas, se resistía a ser ella la que pusiera la primera piedra. Así pasaron un par de horas en la cafetería, charlando, como si tuvieran una vida que contarse, la que les faltaba por vivir juntos.
Salieron de la cafetería, él acompañó la puerta. Ella lo esperó. Él se dio la vuelta, sin esperarlo. Y, se encontraron frente a frente, tan cerca, que tuvieron que sentir sus alientos abrazarse. Se miraron a los ojos. Los de Andrea no podían significar ninguna otra cosa, y él decidió cerrar los suyos y avanzar esos escasos centímetros que los separaban. La besó, no con el ímpetu de las películas, sino con la ternura de la primera vez. La primera vez que descubres que el miedo no era al beso, sino a separarte cuando acabe.
La besó, quizá por eso, con ternura y con paciencia, despacio, como construyendo algo, como diciéndole todas aquellas palabras que no terminaban de aflorar nunca en las conversaciones, revelándole todos aquellos miedos. Y al separar sus labios, la volvió a besar, porque algunas palabras siempre traen eco.