Amor Inconsciente

Existió, hace ya algún tiempo, una linda princesa encerrada tras gruesos muros de vidrio. La triste dama había pasado toda su vida allí, encerrada y sola, sin ni siquiera un nombre. ¿Para qué? ¿Para quién? Nadie podría llamarla.

Era un castillo de cristales dorados por el sol, transparentes paredes que, una tras otra, a su paso se oscurecían, se transformaban en la más oscura noche, impenetrables muros de tristeza. En el interior se hallaba un hermoso jardín, las flores habitaban por doquier, grandes praderas verdeaban su paisaje, cada árbol estaba recubierto de dulces frutos, el trino de los pájaros surcaba el aire, bosques milenarios se entremezclaban con los vivaces brotes, recién aparecidos, de los arbustos.

Mas la princesa no era feliz, buscaba en cada brizna de luz la respuesta a su cautiverio, cada día se acercaba a los oscuros muros que la retenían de una libertad soñada, del vuelo por un mundo que no conocía fuera de su imaginación. Y tras los cristales no veía nada, porque alrededor del castillo sólo había desesperanza, las tristes paredes eran la síntesis del mundo exterior. Un mundo que los desengaños vaciaron de colores y aromas.

La princesa vivía en completa armonía con la naturaleza que le había enseñado a persistir. Pero todas las enseñanzas que le había intentado inculcar se perdían con la melodía que podía atravesar los muros físicos de su mundo y viajar a través de ese exterior mágico, de esa nube púrpura y dispersa de los sueños.

Y cada noche cuando el sol dejaba de brillar los cristales eran translúcidos, la dulce luna los convencía cada noche para que permitieran ver algo a la princesa. Unos espejo y otros cortina, se turnaban en una danza de interferencias, entre el mundo que ella conocía y el que deseaba cada vez con mayor ansia. Aquellos eran los únicos momentos felices de la dama, pegaba su cuerpo a los muros para ver más allá. Sin darse cuenta, cada vez que lo hacía, su alma se quedaba atrapada en los cristales. Cada vez más, odiaba su mundo y anhelaba ese deseo borroso.

Una mañana amaneció oscuro, el cielo teñido de sangre auguraba tragedia, y la princesa despertó entrando en su sueño. Los cristales, esos duros muros, ya no la retenían de nada. La luna aún estaba en el cielo, malherida, sonreía a la princesa mientras repetía «ya eres libre mi querida niña, no habrá más muros». La princesa se apresuró a correr lo más lejos posible de lo que antaño fuera su prisión, sin ver como la sonrisa de la luna se tornaba escarcha. Cómo el cielo sangrante se volvía un mar de leche, derramada por el único espejo que la había querido. Se vaciaba la luna y el mundo lloraba, pero la princesa egoísta no podía ver nada, ella corría y corría por los vastos parajes que estaban ya de luto, y seguía corriendo sin encontrar nada, pero veía la nube púrpura de sus sueños al fondo y seguía corriendo.

Después de una larga huída a través de la nada cayó, exhausta, al suelo. Todo le daba vueltas, sin embargo, sería la única vez que vería claro. La nube púrpura estaba sobre ella y se concentraba paulatinamente convirtiéndose en un denso manto. La princesa, acostumbrada a mirar a los ojos de sus sueños, perdió la noción de la realidad recién hallada. En el cielo veía la historia de su vida y cómo la luna la había ayudado en cada ocasión. No le hizo falta mirar más allá para darse cuenta que ya la había perdido. La súbita tristeza que sentía se confundió con la desilusión de sólo ver un mundo tenebroso a su alrededor. Y la nube seguía contado su relato, cómo el sol intentaba retenerla para que tuviera una existencia idílica aunque en el interior de los muros, cómo la luna quería darle el soplo de libertad que la princesa ansiaba, cómo el blanquecino espejo perpetró la traición al sol, cómo hendió su puñal de plata en él…

Y entre toda esa tormenta de imágenes surgió un trueno que murmuró las últimas palabras del sol: «Pobre luna, por tu amor ignorante nuestra princesa morirá, como tu y yo, morirá ahogada en su propio llanto. Que los cristales no los puse yo, sino ella. Que los muros eran sus temores. Que ella estuvo encerrada porque no se atrevía a salir, si lo hubiera deseado hubiese atravesado las paredes transparentes. No me duele la herida, no me duele morir, me duele lo que sentirá la princesa cuando lo descubra todo…»

Así terminó su historia la nube, dispersándose en pequeños algodones de color muerte, un sueño que crecía y se hacía más bello mientras estaba en la lejanía, pero que mermó su dulzura al presentarse como realidad. Y la realidad era muy amarga. Y la amargura mató a la princesa. Yace aún su esperanza marchita sobre el prado oscuro donde murió. Y en el castillo, ya sin paredes, hojas de menta quebradas por un rocío envenenado de hielo.

 

2-03-2002 #mk#

5 comentarios en “Amor Inconsciente

  1. vito:

    De nuevo, gracias por tu visita y por tu crítica. También me gusta saber que este estilo no te gusta, aunque resulte extraño. Resulta extraño, pero pocas veces te dicen esto no me gusta o esto es malo, la gente prefiere callarse y dejar que te sigas equivocando…

    Un abrazo.

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  2. ola nose como se te ocurrio este cuento pero te digo me gusto :) .
    Tambien no me gusta eso de amor inconsciente no se k es en sí sientes amor o NO ,esto causa descoordinacion en uno mismo. Busk el tema xk lo habia escuxado.
    Tambien creo k todos llegan a sentir este tipo de amor primero y luego se enamoran hasta k se dan cuenta k sienten en si AMOR eso es lo k yo creo gracias a todo becitos bye.

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