Accidente

Despierta en una habitación de paredes desconchadas, recién pintadas de blanco décadas atrás. A través de la ventana, sólo ve la esquina de un edificio marrón que parece estar empapelado con ventanas; y un cielo, quizá más azul que sus ojos, salpicado de nubes de un blanco brillante. Ha sido una larga espera para su acompañante, que duerme, respirando fuerte y entrecortadamente, en un sillón no demasiado cómodo. Desde la cama mira al otro lado de la habitación, descubre como la brisa que se cuela por la ventana mece la cabellera rubia. Los ojos se asoman al sillón con un aire más tierno, a pesar de tener la cara oculta, reconoce las manos que durante tanto tiempo acariciaron su rostro.

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Era diciembre. Hacía un sol frío, de esos que hacen sentir cómo el aire helado de la calle, a su paso por los pulmones, circula resquebrajando los bronquios. El viento silbaba entre los vagones y golpeaba a las ventanas como si ese tren tuviera la culpa de avanzarse a algún destino. En el piso inferior, enterrado entre sus miedos y las conversaciones ajenas, imaginaba como sería la tarde que le esperaba.

El traqueteo balanceaba suavemente los rubios y sedosos cabellos. Miraba el paisaje a través del reflejo de sus ojos verdes. El efecto era desconcertante, no tenía demasiado claro si estaba mirando hacia el exterior o desde él, pero en ese momento no le preocupaba demasiado ignorar la respuesta a cierto tipo de cuestiones filosóficas.

Aunque había decidido no llevar un libro para no tener que acarrearlo durante todo el tiempo que estuviesen juntos, creía que esa decisión le haría sufrir de impaciencia durante el viaje. Sin embargo, fue capaz de relajarse dejándose arrastrar por esos campos del cristal, ya fueran del otro lado de la ventana o de su propio interior. En el ambiente flotaba algo místico, una armonía que pocas veces había sentido, a pesar de la continua lucha entre el envidioso viento y la máquina, que uniría y extirparía sus destinos cruzados.

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Intenta incorporarse pero le fallan las fuerzas y siente los drenajes atravesando y tensando su piel. Observa la habitación, un lugar desconocido pero que le trae algunos recuerdos amargos por ahora irreconocibles, sólo una extraña y olvidada sensación de impotencia. A su subconsciente afloran unas imágenes ajadas por los años y las lágrimas que las recubrieron. Únicamente es capaz de discernir emociones difusas, estallan en algún lugar de su mente y se difuminan en el dudoso blanco de las paredes. El recuerdo de varios años atrás, perdido ahora, era la agonía que, una habitación como aquella, vio padecer a su amado abuelo.

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Cuando bajó del tren y volvió a pisar la calle, después de haber subido unas escaleras pegajosas por la suciedad acumulada, sentía esa rara mezcla de miedo a lo desconocido y ansiedad por devorarlo. Anduvo con premura por ese concurrido Paseo de Gracia ensimismándose en decenas de pensamientos, como cáscaras sin contenido, decenas de preguntas que le gustaría poderse responder pero que flotaban inconclusas en el denso aire de la ciudad.

¿Vendrá?, ¿Seremos capaces de hablar con la misma fluidez en persona?, ¿Se cansará pronto y pondrá cualquier excusa para irse?, … Sí, todas esas cuestiones herían aún más su ya limitada y maltrecha seguridad porque se conocían a través de Internet y, desde entonces, ya había pasado mucho tiempo y demasiadas conversaciones como para una “primera cita”.

Seguía esquivando a los peatones, en su mayoría ávidos extranjeros que recorrían la calle en busca de la “manzana de la discordia” y demás fotografías por inmortalizar.

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Vacilante, se desprende de unas sábanas que, por ahora, pesan más que sus recuerdos. Coge aire por un instante y, con una ligera mueca de dolor, se sienta en el borde más cercano al sillón. Su enfermera, que se dirigía a la habitación contigua, descubre que ha despertado y le obsequia con una breve sonrisa y un extraño destello en los ojos.

Durante la estancia de su paciente, mes a mes, día a día, ha ido desprendiéndose de ciertas consideraciones ético-morales y aferrándose al doloroso pozo del amor. Al principio tan sólo era un ligero cariño, casi el profesional sentido del deber para con la fuente del sustento. Poco a poco se convirtió en un afecto que crecía al mismo ritmo con el que las hojas caían, tras las ventanas.

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Al otro lado del encuentro un cabello pelirrojo sobre una cara delicada, de facciones dulces pero marcadas por el fantasma del que espera alegre la llegada de su hora. Había visto demasiados retazos de vida tornarse podredumbre, conocía demasiado bien el agrio desenlace de quien no sabe que manifestar ciertas ideas es alistarse en los objetivos del de la guadaña. Y ser consciente de ello le protegía, tal vez no su vida, pero sí su libertad. Era libre de escoger entre esperar a escondidas, marchitándose en vida, o agotar sus días con la dignidad e ilusión de quien acepta con sobriedad el fin del camino como consecuencia.

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Silvia, la enfermera, entra en la habitación para ver como se encuentra. El brillo de sus ojos se acentúa y siente ganas de abrazarle.

-Lo siento, sé que has despertado hace un rato pero debía atender a otro paciente antes. ¿Cómo te encuentras?

-No te preocupes, no importa. Estoy bien. Algo desorientado y dolorido, pero bien. Es curioso, tu voz me suena y, sin embargo, creo que no nos conocemos. ¿Eres mi enfermera?.

Silvia, no puede evitar que ese eterno miedo le arranque una sonrisa. En efecto no se conocían, pero ella había dedicado una hora diaria, al terminar su turno, a explicarle sus sentimientos mientras contemplaba su letargo. Incluso había pedido a una compañera el cambio de puesto para poder estar cerca durante las horas de trabajo.

-Bueno, es un hospital público, no hay enfermeras “particulares”. Pero sí, suelo trabajar en esta planta, más o menos desde que llegaste. ¿Recuerdas algo de lo que sucedió?

-No, la verdad es que no lo recuerdo. Aunque viendo la cantidad de agujeros que me habéis hecho, supongo que sería algo serio. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

Coge el portafolio que colgaba del borde de la cama y hace una breve anotación. Se moría por saber quién era la persona del sillón pero no se atrevía a preguntarle, no era necesaria una respuesta, o tal vez no deseaba darse cuenta del poco sentido que tenían sus sueños.

-Me alegro de que aún conserves el sentido del humor. Los “agujeros” son sólo los imprescindibles. Cuando llegaste, hace ocho meses, tenías muchos más. Sería mejor que te tumbases en la cama otra vez, si quieres puedes levantar la parte de la espalda.

Se preguntaba por qué no había asomado ninguna expresión a su cara cuando ella dijo el tiempo que llevaba allí, ni sorpresa ni incredulidad, tan sólo el leve gesto de quien asume una información carente de significado, como si la pregunta hubiese sido algún tipo de cortesía en lugar de curiosidad.

-¿Puedes enseñarme cómo va, por favor? No sea que la cama se plegue y me haga un bocadillo.

Tras la carcajada compartida, Silvia le enseña los controles del mando. Al acercárselo, un ligero roce entre sus manos la hace estremecer.

-Bueno si no necesitas nada más… Tengo que seguir trabajando. Con este botón me puedes llamar si necesitas cualquier cosa. Por cierto, ¿quieres que le despierte?

-No, no necesito nada más, gracias por todo. Mejor que no, déjale dormir, no tardará en abrir los ojos, seguro que la espera ha sido peor desde ese sillón.

Se sonrieron y ella continuó con el trabajo, aunque no como habitualmente, hoy ya no se asomaría cada quince minutos para verle con los ojos cerrados y la respiración calmada.

4 comentarios en “Accidente

  1. vito:

    Muchas gracias vito, por ofrecerte a la crítica, por venir y por tus palabras tan halagadoras.

    Con que te haya gustado este yo ya me doy por satisfecho, siempre es un placer saber que alguien valora el trabajo que haces.

    Un abrazo.

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  2. No se si lo hermoso del relato me permitirá olvidarme de que aquí se plantea una posible realidad
    No estás muy desencaminado de tu cuento, yo conozco un caso parecido.
    Me impresionáste mucho.
    MARIAN

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